miércoles, 15 de agosto de 2012

Sobre el cielo, bajo el infierno


La decepción fue inmensa. Nadie arrojó rocas mientras subía. Tampoco había un esqueleto de leopardo, ni siquiera una araña robótica; no había dioses a quienes reclamar. Si bien el ascenso fue casi irrealizable, también lo es en otras montañas. Lo mismo fue en Manaslu y Lhotse y en Nanga Parbat y en los otros veinte ochomiles. Tampoco en esta ocasión hubo piedra que rodar cuesta arriba. Ni aves que devorasen las entrañas empeñadas en regenerarse. No hubo nada de lo que cuentan los mitos y la literatura. Tampoco en la paz de las alturas, las estrellas se apagaban una a una... En definitiva, el monte no fue un calvario. Ni un Everest, ni un Olimpo. No hubo Arca anclada, ninguna Montaña del Dolor. El aire no huele a libertad en la cima. Eso es otra cosa que falta. De día o de noche el cielo es el mismo hueco negro -o azul pulcrísimo- a través del que miran blancas esas perras en jauría. El silencio miente, ¡es tan hueco el retumbar de la tormenta cuando es tan eterno como la nieve! La vegetación es asombrosa, hay pestañas cubiertas de vaho congelado hasta donde la vista alcanza ¿Las pestañas son vegetación o son fauna? De un modo o de otro es lo único que se distingue en el paisaje. Sólo eso hay hasta donde llega la vista. Arriba, en donde ya no se puede hacer ningún camino que suba, no existe el calor. La piel pierde la sensibilidad. Los oídos palpitan y zumban la altura. El blanco y el negro se licúan ante los ojos. Se envidia -aunque sólo por poco tiempo- a los ciego (quizá durante una eternidad). Uno sabe que el aire atraviesa entre las vibrisas, pero no huele. La sal deja de serlo ante la lengua. No se ama. En el punto más alto sólo existe la sensación de vacío, de que algo debería haber luego de tanto subir y subir y subir y subir... Arriba uno se da cuenta de que es falso que los Alpes no se pueden suplantar. Es lo mismo Mont Blanc que Maldito. Los Alpes son los Pirineos y los Andes y el Himalaya y el Kilimajaro. Los Alpes son la Cordillera Centinela. En ese abatimiento Elbrús es identico a 3938 y después de de subir la numeración es lo único que sigue, pero en descenso. Baja. Treinta y siete: Erebus. Treinta y seis: ¡No bajes! Treinta y cinco: ¡Debes seguir subiendo! ¡Más alto! Treinta y cuatro: Aunque tu cadáver descanse en el pico más elevado del reino, seguirás bajando, Mulhacén. Treinta y tres: Maldito. Treinta y dos: Terror. La música aún es imparable. Aún sin ser propias las “noches árticas” no abandonan. Estás perdido, Altazor. Solo en medio del universo. La caída sigue. ¿O era sólo un sueño? Era un casi sueño, parcial pesadilla, sin historia. Ya no hay monte que subir y después de tanto subir la caída es inmensa. La gravedad sube. La velocidad sube. Ya no hay tiempo. No hay más palabras. La caída es cada vez más próxima e infinita. Continúa. Se pierde el peso. Ya no se puede subir: la caída es más próxima, continua. Es infinita. Es repetitiva. Es infinita. Es repetitiva. Es sinfinita. Es repepetitiva. Estás perdido Bajazor. Estás perdido y lo sabes. Ya no sabes subir. En la caída hablas contigo. Te hablas como si fueras el interlocutor.  Recuerdas la decepción de la cima y te das cuenta de que era el prefacio de la caída. Estás perdido, Sísifo. Sólo en medio del universo. No hay dioses a quienes reclamar. Ya no habrá cima de nuevo. Oíste al segundo mensajero y ahora te desplomas como una  montaña ardiente. Caes. No hay sima y lo sabes.

Carlos Aguilar Esparza

Lhotse

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