Nunca me ha gustado el invierno. Si tuviera suficiente dinero, viajaría por los trópicos evitando los inviernos. Tampoco me gusta mucho el calor, por eso viviría sobre las líneas de Cáncer y de Capricornio. No podría estar tan al Ecuador, el calor me molesta. El frío no me desagrada tanto como el calor, me parece más soportable. Es la oscuridad, la noche prematura de los inviernos, lo que me irrita. No la soporto. No la puedo tolerar porque se me escapa de las manos. Me es incontrolable. Como a cualquiera que se considere al menos un poco humano, me gusta sentir que tengo el control sobre mi ambiente (vamos, que puedo iluminar un poco la habitación abriendo las cortinas, o calentarla configurando el termostato). Es en invierno cuando menos puedo gobernar la realidad. No se deja.
No me queda de otra que adaptarme. Y apenas me adapto, el entorno ya cambió otra vez. Mi mente comienza a creer -muy a mi pesar- que cambia para fastidiarme. ¡Como si el clima tuviera la capacidad de ensañarse con alguien! Mejor aún: ¡Como si yo fuera lo suficientemente notorio como para que se endurezca conmigo! Como sea. Ahora no tengo dinero para viajar a la primavera. Me tengo que quedar en este infierno. Calentándome con ponche de frutas y un poco de vodka.
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